Durante siglos, el relato del Evangelio de Juan sobre la sepultura de Jesús ha mantenido un poderoso simbolismo: el «mesías» muere en un “lugar de calaveras” y es enterrado en “un jardín nuevo, fértil, sin uso previo”, una imagen que remite casi directamente al Edén. Hoy, una intervención urbana en Jerusalén ha sacado a la luz un lugar sorprendentemente similar al descrito en ese pasaje bíblico.
Aunque cargado de fuerza espiritual y literaria, ese fragmento evangélico siempre ha carecido de precisión topográfica. Sin embargo, recientes excavaciones lideradas por un equipo de arqueólogos de la Universidad La Sapienza de Roma podrían aportar una base empírica inesperada a aquella narración. Aprovechando unas reformas iniciadas en 2019 en la Iglesia del Santo Sepulcro —paralizadas durante décadas por disputas entre las comunidades ortodoxa, franciscana y armenia que comparten la custodia del templo—, la profesora Francesca Romana Stasolla y su equipo iniciaron en 2022 una investigación bajo el pavimento decimonónico del santuario.
Allí, entre losas antiguas y capas de historia litúrgica, los arqueólogos descubrieron los restos de una cantera de la Edad del Hierro que, en tiempos de Jesús, ya funcionaba como necrópolis con sepulturas excavadas en la roca. Aunque no era el único sitio de estas características en la Jerusalén de aquella época, este fue el lugar que los primeros cristianos identificaron como escenario de la crucifixión y la sepultura del Nazareno. Esa convicción fue tan firme que llevó al emperador Constantino, tras su conversión al cristianismo, a ordenar la construcción del primer templo sobre ese terreno impregnado de simbolismo.
La actual iglesia, reconstruida por los cruzados en el siglo XII, representa la última encarnación de esa devoción milenaria. Pero lo más llamativo del hallazgo reciente es que, en el periodo comprendido entre el abandono de la cantera y la construcción del templo, el lugar fue reutilizado como terreno agrícola. El equipo arqueológico encontró muros bajos, tierra de cultivo y vestigios de olivos y vides datados hace unos 2.000 años. Estos indicios podrían coincidir con la referencia al “jardín” que aparece en el Evangelio de Juan, lo que sugiere que quien escribió o recopiló ese relato tenía un conocimiento detallado de la configuración geográfica y territorial de la ciudad en aquella época.
Junto con los restos agrícolas, también se hallaron monedas y fragmentos cerámicos del siglo IV, lo que sugiere un uso continuado del espacio incluso antes de su cristianización formal. Si bien Stasolla se muestra prudente y evita hacer afirmaciones definitivas sobre la autenticidad del lugar como tumba de Jesús, sí resalta que el verdadero valor del descubrimiento reside en evidenciar cómo generaciones han proyectado su fe sobre este sitio concreto.
Para la investigadora, la historia del Santo Sepulcro no es solo la historia de una figura religiosa ni de una fe determinada, sino una parte inseparable de la historia misma de Jerusalén. Las sucesivas transformaciones del entorno, la continuidad del culto y la carga simbólica que ha ido adquiriendo con los siglos han conferido a este lugar una identidad viva, que trasciende los límites de la arqueología. Así, entre antiguos muros de cultivo, raíces milenarias y tierra sagrada, el hallazgo reciente no solo excava en la historia física de una ciudad, sino también en la memoria espiritual de toda una civilización.
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